lunes, 27 de mayo de 2013

UNA CRÓNICA DEL IRONMAN DE LANZAROTE


por Miguel Borrás

Sábado 18 de mayo de 2013. 4 de la mañana. Llegó el momento de hacer algo que hace poco consideraba imposible, y que ahora tenía la confianza de lograr, imponderables aparte. Pues los imponderables pueden surgir en cualquier momento del largo día que comenzaba.
     “Un baño antes de ir en bici hasta la salida de la maratón”, me dijo Rafa Estellés “el Pirata”. Es el mejor consejo que me ha dado nadie para abordar el Ironman. Resume la relativización de la trascendencia del esfuerzo, y la necesidad de correr con la cabeza fría, reservando las fuerzas y el ansia para poder recorrer los 42.195 m del final con garantías.
     Ir de primeras a un Ironman duro donde los haya es una terapia de choque. Mi primera carrera de bici de montaña, hace más de 20 años, fue la Traspaña (750+ Km cronometrados). Mi primera cicloturista fue la Marmotte, de la mano de Blanca. Lo desconocido del reto implicó una mayor preocupación por la disciplina del entrenamiento. La misma estrategia en este caso debería funcionar.
     Este año no me he pelado prácticamente ningún metro de piscina, aunque no he podido meterme en el mar más que un par de días. Y uno de ellos para que Blanca redujese su aprensión al mar, con poco éxito. La práctica de la carrera ha sido el comodín, sobre todo en los viajes de trabajo. En ocasiones a -25º C, como en Boston, donde se me congeló el glande (¡Qué dolores, señores!); en ocasiones perdido por el monte en el conflictivo territorio Mapuche, en la Araucanía chilena; en ocasiones pidiendo paso a las ocas en los canales a las afueras de Lovaina…
     La bici ha sido otra cosa. En febrero del año pasado las calcificaciones en los isquiones me hacían volver llorando de dolor a casa tras apenas 2 ó 3 Km. El problema con las plantas de los pies, que hacen que se me duerman y duelan a partir de la media hora o tres cuartos de pedaleo… Todo ello me ha reducido la posibilidad de entrenar en condiciones. Cambio de posición, zapatillas totalmente abiertas, y hacer la ruta de los cuatro puertos con más de 80 rpm de cadencia media han sido las únicas soluciones. Los médicos todavía no han dado con el diagnóstico. Gracias a Blanca que me acompañaba y me esperaba en las rotondas he hecho la ruta en más de una ocasión. A veces yo solo, con mis dolores y cabreos por mis achaques, acortando por aquí o por allá para volver cuanto antes a casa y descansar culo y pies…
     Confianza pues a pesar de todo. Jamás me he retirado de ninguna competición, y no va a ser hoy la primera. Una seguridad en nuestras posibilidades que por otra parte he ido consumiendo en las últimas semanas a base de transferírsela a Blanca, una valiente que se apunta a un bombardeo, pero que en los días previos pierde algo de la confianza en sí misma… Las lloreras de miedo la víspera, al ver las boyas desde el paseo, las tengo grabadas en vídeo para la posteridad. Llegó un momento en que ayer yo mismo comencé a dudar, por detrás de mis risas y mis bromas… El resto de la familia, entre preocupados y animando, sacando humo al wassap.
     Tras el desayuno habitual de fruta, yogur, leche y cereales (¡Prohibido cambio de rutina!), y hacer los bocatas (sí, bocatas de fiambre, que de barritas e isotónica no vive el estómago del buen finisher) hago lo que nunca he querido hacer: Cambiar los planes no ya la víspera, sino en el momento de la salida. Cambio de estrategia de ropa, de… todo. En la T1 tras el agua me cambiaré entero. Me pondré coulotte, los manguitos de lycra de tri me los pondré tras el agua, para no levarlos mojados –por mucho que cueste ponerlos-, cambio de calcetines en la T2… Todo como un Señor. Nada de chulerías, que el objetivo es acabar. Pero ello implica bajar corriendo y actualizar las bolsas de material, que en esta carrera las transiciones son en sitios cercanos pero distintos. Nervios y bajada a la playa a paso muy ligero con el neopreno ya por la cintura.
     No quiero perder de vista a Blanca mientras probamos la temperatura del mar. Al fin la encuentro. Comienza a llover con ganas. Nosotros con el neopreno puesto, pero los voluntarios y las familias se calan en la playa mientras todavía es de noche. Llaman al cajón de salida y apenas clarea. Blanca y yo de la mano. Nerviosa, la llevo atrás del todo. Así no le nadarán por encima. No importa perder 10’ ya en la salida, y además tenemos una magnífica vista de los más de mil quinientos nadadores entre nosotros y la orilla. Bocinazo. Nos abrazamos y vamos bajando de la mano hasta el agua. Un beso, un último ánimo, y cuando le llega el agua a la cintura le deseo suerte y comienzo a nadar. Espero que me alcance en la bici. Somos prácticamente los últimos.
     Voy posicionándome y cogiendo sitio. Algunos golpes. Habituales en otros tris mas cortos, no esperaba tal nivel de ansiedad en un ironman. Sale el sol y me impide ver la boya del extremo. Me da la impresión de que la corriente me desvía de la línea recta, pues los nadadores vamos cruzándonos. La única solución es respirar por la izquierda y controlar la distancia a las corcheras (Sí, la organización ha puesto una enorme línea de corcheras…). Primera vuelta y salida a la playa. La casualidad hace que salga junto a Carlos, al que sorprendo dando un manotazo de ánimo en el hombro. No le veo muy alegre. Irá concentrado…
     En la segunda vuelta el que llevo delante nada un poco a braza y me da tal patada en el hombro izquierdo que creo que me lo ha dislocado. Sigo adelante intentando recomponerme y al momento algo me muerde el pie derecho. ¡Qué dolor! Siento como dientes a parte y parte del pie. No quiero parar, porque me pasarán por encima. El dolor no cesa, pero al rato pienso que quizá ha sido una patada de lleno a una medusa de las que pican de verdad. Levanto la cabeza y veo una imagen preciosa: A lo lejos, la lluvia en meta ha creado un perfecto arcoíris a modo de arco de llegada. Saco la cabeza más de lo habitual para ir viendo el espectáculo, que me hace olvidar un poco el dolor.
     Al llegar a playa, un poco de pataleo para activar las piernas, y pie a tierra sin cambiar posición horizontal del tronco. Los dolores lumbares de nadar con neopreno aconsejan levantarse poco a poco… Una hora y veinte desde el bocinazo. Teniendo en cuenta el retraso de nuestra salida y mis expectativas, no está mal. En el empeine del pie derecho llevo marcas moradas. Aceptamos “medusa” como animal acuático. No puedo levantar la punta del pie al caminar… debe estar paralizado.
     Pero voy corriendo a la transición. Más que nada para que el populacho tenga espectáculo… La carpa de la T1 es el camarote de los hermanos Marx. Todo lleno de arena mojada por todas partes y de gente en distintos estados de ansiedad. Los bidones para aclararse la arena de los pies sólo tienen arena mojada. Sin sitio donde sentarse. Los voluntarios hacen lo que pueden, pero están superados. Se supone que había zonas separadas para cambiarse, pero aquí todos y todas en pelotas, intentando ocupar un hueco de hamaca donde dejar la bolsa de material para que no caiga al barro. Cosas de no salir de los primeros… Pienso en que tendré calcetines limpios en la T2 y me cambio como puedo. Los manguitos especiales que me compré, si costaba de ponérselos, con la piel mojada ni te cuento. Salgo de la carpa con las zapas puestas. Prefiero calas con arena que la incomodidad del barro en los pies todo el día. Sigue lloviendo, pero no hace tanto frío. Así que me dejo el chubasquero (En realidad se me olvidó, pero algún maquillaje de la historia me permitiréis…). Correr hasta la bici y luego con ella hasta el fin de boxes se hace largo. Le pregunto al que corre junto a mí si estos metros convalidan para la maratón. Pero sólo se ríe y no me lo aclara.
     Tras estas horas lloviendo, los bocatas que estaban envueltos en papel de revista están “un poco húmedos”. Comienzo a pedalear hidratándome y esperando salir de la zona urbanizada para comerme el primero. Tras un rato lloviendo pero sin mucho frío comienza a escampar, pero el resto del día nos protegerán nubes aquí y allá.
     El entrenamiento en Valencia de este año ha sido con mucho viento, y eso protege la moral en Lanzarote. En la bajada hacia el bucle de la Santa me cruzo con el Pirata, muy serio y en un grupo que supongo que se deshará pronto, por aquello de las tarjetas. A lo largo de la carrera he visto gente haciendo trampa, sobre todo una pareja chico-chica con el mismo uniforme verde, con ella en drafting toda la santa carrera, a unos 100 m por delante de mí. En el Timanfaya me pasa un tipo delgaducho con la bici aquella que pensábamos estaba de exposición en boxes, con un solo plato y sin más que un piño… Los dos puertos desde Teguise y el resto de la ruta hasta meta los hago con un tal Iván de Vitoria (sin drafting, que nos hablamos a gritos…) que se pone detrás porque le voy avisando de lo que viene por delante. Hacer la ruta en coche antes tiene su punto positivo. A partir de este momento voy preocupado por Blanca. Debería haberme alcanzado o estar apunto. Pregunto a la gente que me rebasa, pero nadie me da razón de ella. En la subida de la bola del radar llevamos viento amurado a babor. Iván se para a coger su avituallamiento personal en la cima. Yo tomo mi primer antiinflamatorio sin parar, y doy gracias al 30x28 que llevo montado y que me permite mantener los pies vivos (en los dos sentidos). Sigo hacia la peligrosa bajada y ya me alcanza en el puerto del Mirador del Rio. Grandes vistas. Desesperado me he parado a recoger una barrita caída en el suelo: He perdido un bocata en el traqueteo y voy vacío. La bajada del Mirador es una suicida locura de firme en mal estado. La carretera llena de bidones e incluso herramientas que han saltado por los aires. El viento no ayuda nada a incrementar la seguridad de la bajada.
     Comienza el rodar más cómodo con viento de aleta, y sigo alimentándome y bebiendo alternando agua e isotónica. Hay que cuidar el estómago. Sin embargo, algún calambre apunta por los muslos, así que me obligo a beber más. Parada a una meada, que soy un señor y no lo hago en marcha.
     La ruta de bici llena de basura. Nunca comprenderé por qué los ciclistas de carretera no pueden acarrear los 2 g de más que pueden suponer los envoltorios de las barritas. Está prohibido tirarlos en la cuneta, y según las reglas te descalifican, pero es un horror cómo esta gente deja la carretera.
     En el tramo de Nazaret el asfalto es incluso peor. Ya veo hasta los portabidones arrancados del cuadro y en el suelo. Imposible coger ritmo. Para un trozo que es llano… Llevo detrás un galés que no entiende nada. Tras una caseta hay un tipo tumbado en el suelo. “I’m fine” dice, y sigo. A la pareja de la Guardia Civil del cruce les digo al pasar que vamos a hacer una colecta para asfaltar la carretera. “A ver si es verdad”, contesta.
     Iván y una chica jovencita “Noe”, experta de las travesías a nado y que se unió en Timanfaya, siguen en los alrededores. Todavía superamos tres cuestas que casi se atragantan, pues esperábamos por lo menos 20km de bajada hasta el mar. Enfilamos ya con el mar a la vista, y nos separamos. Cada uno tiene un nivel diferente de “Prisa vs. Prudencia”. Me acerco a meta. 180 km contra el viento, contra el asfalto y contra Newton, que diría mi hermano Gabi. Es el momento de tomar el segundo antiinflamatorio.
     En el paseo un tipo muy piji cruza sin mirar. Casi termino la carrera allí mismo.
     T2. Llego, paro del todo, y me bajo de la bici. Nada de cabriolas para ganar unos segundos, que nos jugamos la maratón y el protagonismo de la foto-pifia del día. Los voluntarios te cogen la bici y se encargarán de ella. Es la primera vez que veo algo así. Tomo la bolsa y a la carpa a cambiarme. Los pies son lo primero. Pido agua para quitarme la arena, pero no tienen… Viene una señora muy amable con unas toallitas de bebé. Qué bien que trabaja esta gente. Cambio de ropa, de calcetines, y cuando voy a salir, la señora se empeña en embadurnarme de crema del sol. Me arruinó los delicados manguitos de Orca, con manchas para siempre… En cada transición se me han ido 20’, pero salgo hecho un figurín, y aquí venimos de novatos a terminar.
     Comienzo a correr. Sigo sin poder levantar en condiciones la punta del pie derecho, pero pronto me olvido. Voy lo suficientemente fresco para pensar en la meta, así que me concentro en rebajar el ritmo. Que de optimistas está llena la lista de retirados. Pillo a Iván y Noe que van al trote. Paro a ajustarme los cordones de las zapatillas (nada de gomitas en una maratón), y los vuelvo a pillar. Animo a Noe a pegarse detrás, tapándole el viento que vamos a tener en contra durante los primeros 10 km. El problema es que cada vez que se cruza con un compañero se para a abrazarse y a comentar. Al tercero en que nos paramos en seco decido que sigo solo. Alcanzo al Pirata que va enrampado y andando, ¡pero con 25 Km más que yo en las piernas! La carrera es a una vuelta de 20 Km y dos de 11. Muy bien pensado. Sobre todo porque la primera está muy expuesta al viento. Los segundos 10 Km son a favor del viento, pero reduzco el ritmo que me pide el cuerpo. Sólo he corrido dos maratones en mi vida, y no me conozco tanto en esa tesitura como para arriesgar. Quiero llegar sin andar, ni gatear (aunque está permitido).
     La tendinosis rotuliana de la rodilla izquierda comienza a avisar, y temo que me dé problemas. Haciendo honor al título de McGiver aka Bricoman otorgado por Argi y Blanca respectivamente, se me ocurre ponerme las gomas de paso por meta bajo la rodilla, lo que alivia la tensión del tendón. Son del tamaño adecuado. El problema es que a cada paso por meta he de señalarme la rodilla insistentemente, pues los de la organización no ven las gomas de colores en mis brazos…
     Me cruzo con Blanca. Va perfecta. Le doy un beso. Por fin se me quitan los miedos. Sobre todo porque si se había retirado ¡nos tocaba seguro volver el año próximo!.
     A partir de aquí, la maratón es una sucesión de asistencias a otros corredores que me permiten distraerme: un armario mexicano que va vomitando (lo intenta) cada 50 m, al que llevo el ritmo y aconsejo en los avituallamientos, un madrileño al que le quedan todavía 20 Km y va justito –que tras 10 Km conmigo bajó más el ritmo y se quedó-, un asiático al que acompañé cantando mientras corríamos… Muy entretenida la carrera. Al principio avituallando sin parar cada dos puestos, reservando el gel y tomándolo justo antes del siguiente puesto, donde beber líquido. Un gel por vuelta para cuidar el estómago. Luego, avanzada la carrera, andando mientras cogía la fruta y el agua, como todos los paquetes a los que nos costó más de 4 h la maratón.
     Por cierto qué bien entraban los vasitos de caldo que repartían frente al Km 3. Debería ser norma en los avituallamientos.
     Los últimos Km, tras dejar atrás al asiático, los hago a mayor ritmo. Levanto rodilla y estiro zancada. Sin parar en los avituallamientos, y oyendo exclamaciones de “¡Mira qué estilo!” me acerco a meta. Supongo que exclamaban eso al ver un tipo con barba blanca llegando casi de noche, claro. En todo caso siento que me sobran las fuerzas. Quizá he reservado demasiado. No me quieren dejar pasar a meta porque no me ven las gomitas, y casi no me da tiempo a señalarme la rodilla una vez más. Cruzo la meta y no siento nada especial. Tanto querer correr con cabeza, que se me ha dormido la emoción.
     Me voy a por las bolsas a la playa, me abrigo y subo a esperar a Blanca en meta. No me dejan pasar para abrazarla cuando llegue, aunque luego se nos ocurrió que podría haber dado la vuelta y entrar con ella corriendo. Cuando llega nos abrazamos y la llevo mareada a la posta. Contenta, pletórica. Me cuenta que le tocó una medusa en la mejilla, y que no pudo respirar bien hasta pasadas 3 horas en bici, pero que ha hecho toda la maratón sin andar, en perfectas condiciones. Ya somos finishers en Lanzarote, así que ahora a pensar en otro reto.
     Me quedo con las palabras de mi hija Blanca. Con la valentía de Blanca. Con los entrenamientos compartidos con ella. Con la amabilidad de las voluntarias, aunque si rechazabas el red bull y pedías un beso sólo se reían (Y piernas de recambio no tenían en ninguno de los puestos). Con el incansable aplauso de los espectadores, animando en el recorrido de la maratón hasta la noche. Con el buen rollo entre competidores, yendo los ganadores a meta a hacerse la foto con los que llegaban a medianoche.
     Llevo tres horas levantado y Blanca sigue en coma, digo en cama durmiendo. Es ahora cuando asoma el estrés acumulado por esconder mis miedos y rebajar los nervios de mi compañera, y aparece la taquicardia y el temblor de manos. Pero no tiene sentido. El Ironman de Lanzarote ya está hecho. Bueno, estaba hecho antes de comenzar. Sólo que no lo sabía.


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